Cicatriz

jueves, 17 de marzo de 2016

Cuando termino un libro, lo primero en lo que pienso es, de forma inmediata y casi casi automática, si querría recomendarlo y a quién. Hay muchas razones para recomendar un libro; el argumento, la sensibilidad de la persona destinataria, el momento emocional. Y hay ocasiones en las que te encuentras con que la razón fundamental para recomendarlo es que has descubierto a un autor excepcional. Hoy os traigo un libro que aúna todas esas razones, y más: Cicatriz, de Sara Mesa.


Lo cierto es que aunque me lo había recomendado Juanjo, de Ni un día sin libro, en varias ocasiones lo había tenido entre las manos y vuelto a dejar, quizás porque la contraportada habla de una historia de amor en unos términos que no acababan de llamar mi atención. No cometáis ese error: Cicatriz no es una historia de amor al uso, ni siquiera estoy segura de que haya una historia de amor entre sus paginas. 

Y así, cuando comencé a leerlo me sumergí, desde la primera palabra, en el universo creado por Sara Mesa. Pequeño, limitado, concentrado en dos personajes, sí, pero a la vez intenso, extraño y profundamente inquietante. Durante toda la lectura me acompañó una sensación de inquietud, de incomodidad; tenía la impresión de estar invadiendo una esfera íntima, y lo cierto es que así es: nos colamos en la mente de Knut y de Sonia, en sus más profundos pensamientos. Vivimos un intercambio de lo más recóndito de cada uno, en un juego constante con el lector: ¿qué es real y qué es inventado? ¿Son los personajes lo que dicen que son? ¿Quién juega con quién?

Porque en los inicios de toda relación hay juego, hay una parte de ficción, tratamos de mostrar lo mejor de nosotros mismos, queremos a toda costa impresionar. Y poco a poco, vamos descubriéndonos y descubriendo al otro, conociendo las imperfecciones que a la larga son lo que nos definen. Pero ¿y si el juego se prolongara a lo largo de los años, adueñándose de nuestra vida y convirtiéndonos en aquello que fingimos ser? ¿Haría real lo irreal, o terminaría por deshacerse, por estallar? Eso es Cicatriz.

Y por si no bastara con eso (¿a que a estas alturas de la entrada ya tenéis ganas de leerlo?), nos encontramos con que Sara Mesa juega con las palabras y con el lenguaje de tal forma que en cada párrafo no podemos dejar de asombrarnos. Lo que distingue a un escritor brillante, lo hallamos en Cicatriz: no es sólo lo que se escribe, sino cómo se escribe. La forma nos maravilla al mismo nivel que el fondo, incluso más. Disfrutamos con el argumento, sí, pero también nos sorprendemos con el formato (aquí no doy ninguna pista porque gran parte de la originalidad de esta novela radica en él), y con las constantes referencias literarias, con que el modo en que las palabras no sólo cumplen el propósito de contar, sino que además embellecen (y no poco) la historia.

Cuando terminé Cicatriz, como os decía al comenzar esta entrada, tenía claro que lo recomendaría y no tuve que pensar a quién. En este caso, más que una sugerencia es casi una orden: tenéis que leerla. Porque descubrir a una gran escritora no tiene precio; al fin y al cabo, la buena literatura abre nuestra mente y no es tan sencilla de encontrar.

Por mi parte, estoy deseando empezar Mala letra, de la misma autora, aunque se ha colado con una fuerza inusitada un libro que os traeré en cuanto termine, Instrumental, de James Rhodes.  Pasar de Cicatriz a Instrumental es el ejemplo perfecto no sólo de la diversidad de opciones que existen, sino también de lo apasionante que puede llegar a ser leer; de cómo la literatura puede ser, sin duda, nuestra tabla de salvación.







En lo alto de la torre: más que una fábula

martes, 8 de marzo de 2016

Hoy os traigo un libro atípico, de una editorial para mí desconocida hasta ahora: En lo alto de la torre, de Ardicia ediciones, que he descubierto, cómo no, gracias a mi blog de cabecera, Ni un día sin libro. Ellos también lo han reseñado, y os recomiendo leer su entrada; si no lo habéis leído, tendréis dos perspectivas, y si ya lo habéis hecho descubriréis puntos en común con alguno de nosotros, o todo lo contrario, no estaréis de acuerdo con ninguno. En todo caso, una parte importante del atractivo de un libro es compartir opiniones, ¿no creéis?

Primero, algo de lo que no suelo hablar, porque en realidad es difícil que me llame la atención, es el "aspecto físico" del libro. En este caso no me queda más remedio, porque lo cierto es que las ediciones de Ardicia son tan atractivas que reclaman tu atención desde la estantería. Ya me ocurrió con otro de sus libros, En la niebla, cuya cubierta me atrajo poderosamente. En el caso de En lo alto de la torre, he llegado incluso a volver a la portada durante la lectura del libro, para simplemente contemplar la ilustración y volver a reanudar la lectura.


En cuanto a la historia, aparentemente la línea argumental es sencilla: Narcisse Gurdebeke, vigilante de la torre del pueblecito de Flyssemugue poco a poco y ante la dificultad de subir y bajar los cuatrocientos veinticinco escalones de su nueva residencia, acaba por construirse un auténtico vergel en la propia torre. En la contraportada del libro nos hablan de una fábula con tintes ecologistas (algo sin duda avanzado para la época en la que se escribió), y lo cierto es que algo de eso hay. No obstante, a mí me transmitió no sólo mucho más que eso, sino mucho más de lo que esperaba, hasta el punto de que tiene un hueco en la estantería de mis libros favoritos.

Porque aparecen en este libro algunos de los grandes demonios con los que se enfrenta el ser humano al vivir en sociedad. Por un lado, la envidia, encarnada aquí en el escribano, que antes de que llegue a perjudicarle, lo rechaza de plano: cómo va a disfrutar de comodidades adicionales el vigilante de la torre (si yo no las tengo). Por otro lado, la mentalidad estrecha y el miedo al cambio; así, las gentes de Flyssemugue, que sin tratar siquiera de entender qué está ocurriendo, lo juzgan y condenan simplemente por ser diferente a lo conocido. Aunque sea mejor; al final es necesaria una demostración fehaciente que venza el habitual "si no lo veo no lo creo".

Y en cuanto a nuestro héroe, lo cierto es algo más: también es villano. Porque al final tantos desvelos son consecuencia de la pereza (comprensible desde luego) de subir y bajar los escalones, y porque aunque intuye (y luego comprueba) que puede perjudicar a sus semejantes (así, le impide en ocasiones desarrollar sus deberes de forma eficaz, e incluso causa destrozos en la torre cuyo cuidado es su principal trabajo), egoístamente sigue adelante sin calcular si es posible poner los medios para que no causar ningún daño.

Finalmente todo se acaba resolviendo gracias a un hecho absolutamente fortuito, que todo el mundo celebra sin pensar en que los problemas que en su día ocasionó la transformación de la torre siguen sin ser abordados. Pero aquí, como en Fuenteovejuna, todos a una, ya sea para condenar o para aplaudir; ¿veis la crítica que encierra una historia  aparentemente tan simple?

Lo cierto es que En lo alto de la torre es un libro que puede dar lugar a muy diversas interpretaciones; y precisamente ahí radica su originalidad y su valor. Os recomiendo su lectura (el libro es breve, por lo que no tardaréis demasiado) de forma casi casi conjunta, de tal modo que podáis discutir sobre lo que ha querido transmitir el autor, sobre lo que os provoca. Por mi parte, una vez leído y reseñado, espero a que Juanjo y Virginia lean esta entrada. ¡Hagan juego señores!


Un momento de película: 10.000 kilómetros

miércoles, 2 de marzo de 2016

¿Y si un buen día a tu pareja le ofrecieran una oportunidad en su trabajo/pasión única e irrepetible? La respuesta emocional es clara: sentirías alegría, orgullo. Pero ¿qué ocurre cuando esa oferta implica un cambio de residencia a, digamos, diez mil kilómetros, durante un año? Ahí ya entran en juego otras emociones, ¿verdad?

Esta es la premisa de la película 10.000 kilómetros, dirigida por Carlos Marques-Marcel y protagonizada por Natalia Tena y David Verdaguer. Complicada en cierto modo con un elemento adicional que es que la pareja había decidido tener un hijo, y digo en cierto modo porque no me parece que sea un elemento esencial, al menos inicialmente. 


Durante los 98 minutos de duración de la película, pasamos de ser meros espectadores a identificarnos con los protagonistas. Somos, según en qué momento, él o ella; entendemos al uno, juzgamos al otro, nos enfadamos con los dos. En realidad, aplicamos lo que vemos a nuestra propia vida; a todos nos gustaría ser tan generosos y seguros de nosotros mismos como para que la distancia, física y en ciertas ocasiones emocional, no fuera un problema, pero lo cierto es que lo es. 

Tengo que reconocer que los primeros quince minutos estuve a punto de dejar de verla. Quizás sentía que no era el momento de verla; al fin y al cabo cualquier manifestación artística, ya sea cine, literatura, pintura... tiene la capacidad de conectar con nuestras más íntimas emociones, de despertar sentimientos y de remover conciencias.  Hay momentos en los que estamos preparados para ello, dispuestos a sentir la sacudida correspondiente, y hay otros en los que no. No obstante, es precisamente esa capacidad la que en mi opinión nos permite elegir entre una película u otra, un libro u otro, lo que marca nuestros favoritos y lo que debería llevarnos a ser más cautos con la calificación de lo que es arte y lo que no. Al fin y al cabo, el arte, por definición, es subjetivo; ¿quién soy yo para decir que lo que a ti te provoca incomodidad, tristeza, alegría o cualquier otra emoción, no lo es?

Una vez superado ese momento, tengo que decir que la historia me atrapó. Probablemente tiene mucho que ver el ambiente íntimo, a ratos incluso opresivo. Un argumento que en teoría parece previsible, manido y tópico, se transforma ante nuestros ojos en algo fresco, visto desde una perspectiva que no es fácil de transmitir: el interior de una pareja. La historia va creciendo en intensidad, de tal forma que por un momento, nos transformamos en los protagonistas, elegimos, quizás incluso juzgamos, y tras el desenlace final, comprendemos, perdonamos y recordamos que "esa persona podría fácilmente ser yo". 

Y nos demuestra, una vez más, que no hay buenos y malos; que todo es cuestión de profundizar y ver que no hay una forma correcta de hacer las cosas a priori; es la experiencia la que nos hace sabios, y lamentablemente, la primera vez que nos ocurre algo, carecemos de ella. Es fácil, muy fácil, situarse en un pedestal de superioridad desde nuestra (por ahora) confortable y cómoda rutina, y erigirnos en jueces, sin conocer la situación y sin tener en cuenta que quizás lo que consideramos un error garrafal es consecuencia del miedo, o que la actitud que admiramos no es otra cosa que conformismo. Lo cierto es que la vida suele tender a ponernos a cada uno en nuestro sitio, y a demostrar que, por suerte o por desgracia, todos somos humanos. 

Por eso, porque muchas veces olvidamos el esfuerzo que requiere una relación, ya sea de pareja, de amistad o de familia, porque es conveniente de vez en cuando poner a prueba nuestras más íntimas convicciones, 10.000 kilómetros es una película no sólo recomendable, sino según el momento de nuestra vida o nuestro estado emocional, puede ser incluso necesaria. Una película que puede llevar a largas conversaciones o a solitarias reflexiones, pero que en todo caso, no nos dejará indiferentes. Que es de lo que se trata; de no pasar por la vida de puntillas, de tomar decisiones, de equivocarnos y de aprender de nuestros errores. ¿Nos atrevemos?