Un momento de ficción (II)

lunes, 2 de marzo de 2015

Apenas llevaba dos días allí y parecía como si nunca se hubiera ido. Las viejas heridas, que creía curadas, se habían abierto en el instante en que llegó a casa...no, en realidad en el mismo momento en que se dio cuenta de que necesitaba volver. Eso estaba bien, no quería que en ningún momento se le pudiera olvidar cuánto daño le había hecho. Por si acaso. Había aprendido a base de experimentar el dolor que supone la incertidumbre, la indiferencia, en definitiva la enorme decepción que conlleva el volcarse en alguien para descubrir que al final, ni siquiera la había considerado merecedora del esfuerzo más nimio. Aún dolía. Y aunque había aprendido a convivir con esa idea, dolería siempre. 

Pero no había vuelto allí para autocompadecerse de esa forma. Ni para hacerse daño, como le había sucedido en el pasado; llegó un momento que lo quiso por encima de su propio bienestar, y eso no volvería a pasar. Lo cierto es que tenía que agradecerle el haber aprendido a quedarse un paso atrás, a no confiar, a esperar y a no arriesgarse. Y funcionaba. Al menos no sufría.

Por otro lado, el volcar esos sentimientos en el papel le habían llevado a escribir la novela que le permitió dedicarse de lleno a su gran pasión; escribir había sido su terapia. Vivía a través de sus libros; cualquier experiencia la filtraba, retenía y convertía en un torrente de palabras, en emociones y sentimientos encerrados en páginas que la acercaban a experimentar aquello que no se atrevía a vivir, esa parte que había dejado atrás. No se permitía sentir más que a través de la tinta impresa.

En cualquier caso lo que sí había logrado era la tranquilidad y la calma que tanto ansiaba, acrecentada por el mero hecho de estar en la casa que siempre le había producido paz. En cuanto la vio se enamoró de ella, y echaba de menos cada minuto que estaba en otro lugar. En los últimos años no pudo, o no quiso volver, pero ahora no se explicaba cómo podía haberse sentido bien en otro sitio que no fuera sentada en su sillón de mimbre, con una copa de vino y un cielo estrellado, abierto, inmenso... Ni siquiera se había parado a contemplarlo en los años que pasó fuera de allí. Como si hubiera estado reservando ese momento, su momento.

Recordó entonces que al día siguiente había quedado para comer con una de sus mejores amigas, y de inmediato se impacientó. Por un lado por lo mucho que la había echado de menos; aunque hablaban casi a diario, no era lo mismo. Por otro, porque su amiga había aceptado acompañarla a la casa que su tía Amalia, que había fallecido de forma inesperada un mes antes de su llegada, le había dejado. Lo cierto es que no era su tía, sino una muy querida amiga de su madre que había sido siempre una más de la familia, y con la que había mantenido el contacto a través de cartas que la anciana le enviaba puntualmente, una cada semana. Sonrió al recordar cuánto le ilusionaba abrir el buzón y encontrar el sobre con la puntiaguda letra que reconocía al instante. La gente olvidaba el poder de la palabra escrita, y el valor que tenía que alguien dedicara unos minutos de su tiempo a otra persona para plasmar ideas, sentimientos, para recordar el pasado o hablar del futuro... Era tan bonito, tan especial...

 Se levantó.

4 comentarios:

  1. Se m antoja tan difícil plasmar en un relato sensaciones tan intimas.....;supongo que eso es literatura. ....Pues tu lo sabes hacer. Un bsazo. P.T

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    1. Pues yo creo que lo difícil es poner el interés necesario para captarlas. Muchos besos.

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  2. Precioso... Es increíble lo que transmites con tus palabras.
    Mil besos y todo el ánimo del mundo para que sigas escribiendo.

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